Quito, 7 de abril de 2016
Jaime Muñoz Mantilla
Que la derecha tradicional –banqueros, grandes comerciantes
exportadores e importadores- están locos por retomar el poder político perdido
es ya un lugar común. Y es evidente. Es
verdadero. El neoliberalismo de inspiración Milton Friedman quiere desmantelar
totalmente el Estado. Claro, el estado en los países de la periferia. Porque el
de las metrópolis goza de buena salud.
Los gobierno llamados
“progresistas” atribuyen su declinación exclusivamente a la labor silenciosa o
desembozada del imperio y su agencia del crimen, la CIA; también a la de sus
muchachos, los chicago boys criollos. Verdad a medias. Porque las quiebras de
la “Revolución Ciudadana” deberían estar presentes en el análisis que se supone
realizan las bases de Alianza País.
El fenómeno
ecuatoriano, las últimas derrotas electorales, no responden a la febril
actividad del banquero señor Lasso o a las denuncias del asambleísta (ex ID
devenido CREO) Andrés Páez. Ellos sólo
aprovechan el desencanto de un pueblo que creyó en el proyecto primigenio de la
revolución ciudadana. Responden al rechazo del pueblo, incluida buena parte de
las bases de AP, a medidas antipopulares, persecución a líderes y lideresas
populares, criminalización de la protesta social, labor divisionista de las
organizaciones sociales, sindicales e indígenas; encarecimiento del costo de la
vida, atropello al laicismo, autoritarismo desbocado, creación de leyes de corte
fascista (Código Orgánico Integral Penal, Decreto Ejecutivo 016); insultos
imparables del líder a quienes discrepan de sus políticas, corrupción
denunciada incluso por las y los propios columnistas de los medios
gubernamentales, injerencia permanente en los poderes del estado, obediencia
servil de los y las asambleístas a las órdenes del caudillo. Cuando el pueblo votó por el neoliberal Rodas
para la alcaldía de Quito, no lo hizo por la supuesta sabiduría del asesor
Jaime Durán, sino como una muestra de rechazo rotundo a Correa, su
conservadurismo y su megalomanía.
No conocemos in extenso
lo que ha acontecido con los otros gobiernos “progresistas”. Conscientes estamos de las diferencias entre
unos y otros. No es lo mismo la Bolivia
de Evo Morales y su Movimiento al Socialismo que Argentina y el kitchnerismo.
Pero las denuncias de corrupción en Argentina, el enriquecimiento de la ex
presidenta Cristina Fernández, los hechos de corrupción que se denuncian en
contra de Lula no pueden desecharse sin beneficio de inventario. Noam Chomsky denunció corrupción en la
Venezuela de Maduro. Y él, a menos que se demuestre lo contrario, es un honesto
intelectual, cuestionado y combatido por el establecimiento.
Cuando el imperio
denunciaba los crímenes de Stalin en la URSS, la respuesta de una izquierda
–ella sí dogmática- no daba crédito a tales denuncias. Primero Jruchov y luego el propio Gorbachov
lo confirmaron. Lo confirmó la caída trágica del socialismo real. De modo que, cuando Andrés Páez, por ejemplo,
denuncia la burla a los procesos para el nombramiento de ministros de la Corte
Nacional de Justicia, eso no puede desecharse por venir de un tránsfuga de la
socialdemocracia. Como tampoco se puede despreciar la cínica declaración que
hiciera, hace algunos años, el ex presidente Lucio Gutiérrez cuando afirmó en
las pantallas de televisión que “si Correa me sigue acusando de ladrón, diré lo
que sé”.
Los gobiernos
“progresistas” declinan y ceden el paso a la otra derecha, la de viejo cuño,
porque no hacen otra cosa que pretender reencauchar el sistema capitalista, en
cuyo empeño fracasan, porque los imperios, las corporaciones que gobiernan el
mundo sólo nos quieren como siervos incondicionales de sus políticas de
dominación. Los gobiernos “progresistas” entregan en bandeja el poder a la
oligarquía financiera, a la que, por añadidura, benefician hoy mismo, mientras
acogotan al pueblo.
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